Viñetas de la vieja Europa
La Vuelta Ciclista, “Le Tour de France”: verdadera pasión de los franceses.
Por Rodolfo Antonio Menéndez Menéndez desde París.
Al publicarse esto, hoy domingo último de julio, considerando la diferencia de horarios, estará terminando la centésima edición de la vuelta ciclista a Francia. Hoy, como viene sucediendo desde hace cien años, varias decenas de ciclistas “sobrevivientes” de 20 cruentas etapas estarán llegando a la meta de la prueba deportiva, línea de llegada que ha sido colocada al principio de los Campos Elíseos, cerca de la Plaza de la Concordia. En ese punto será recibido por una impresionante multitud el vencedor del “Tour” que este año será, a menos que suceda una desgracia, una dramática caída, un accidente imprevisto, el texano Lance Armstrong o, puede ser todavía, el alemán Ullrich.
No es éste un evento deportivo común y corriente. Más allá de la competencia propiamente dicha entre 198 corredores pertenecientes a 22 equipos, que por su configuración más parecen empresas transnacionales que clubes deportivos, esta tradicional prueba reviste características de epopeya y su realización se ha convertido en un verdadero mito, lugar para la memoria, tema de estudio para los especialistas en asuntos más del domino literario o intelectual que del desempeño físico. Parafraseando al periodista Sebastián Lapaque del diario El Fígaro, diríase que mientras para Proust la ocupación preferida era amar, o para Mauriac soñar, la del francés promedio es seguir “el Tour de Francia”.
Dicen aquí y habría que creerles, que después de las Olimpíadas y de la Copa Mundial de Fútbol, la Vuelta Ciclista a Francia es el tercer evento deportivo más importante del planeta. Esto, en términos de la complejidad de su organización, de su tradición, del número de países que participan, de la cantidad de público que lo sigue. Es este evento, sin duda, una súper producción. Y, desde luego, se ha convertido en un negocio multimillonario del que se benefician, aparte del país en su conjunto y las pequeñas y grandes ciudades por las que transcurre, los corredores, los patrocinadores, los medios de comunicación y toda una cauda de participantes accesorios sin cuyo concurso la complejísima realización de la prueba sería imposible. Curiosamente, a pesar de la evidencia de los grandes recursos económicos que se mueven, la Vuelta Ciclista es uno de los pocos, quizá el único, gran evento deportivo, a nivel mundial, que se mantiene estrictamente gratuito para el gran público.
Cada año es lo mismo, desde hace cien -1903 fue el año que testimonió el inicio de este verdadero maratón ciclista- con excepción de las dos grandes guerras que, lógico, impidieron la realización del evento. Durante el mes de julio se levanta en Francia un torbellino de emociones que conforme se acerca a su fin se convierte en huracán devastador que irrumpe en todos los ámbitos de la vida nacional. No es sólo el gran número de asistentes a la prueba, que por millones, por decenas de millones, acuden a las carreteras, aldeas, ciudades, planicies y montañas, de los Alpes a los Pirineos, de la Normandía a la Costa Azul, por los que serpentea a lo largo de la hermosa, de la singular geografía francesa la competencia, los que se ven afectados por esta fiebre colectiva. No hay rincón de este país que le quede ajeno al Tour, ni figón en el que no se discuta con vehemencia el resultado de la etapa o el desempeño del ciclista ganador. Desde el Parlamento nacional hasta la plaza pública, en el Metro o en el bus, en el mercado del barrio, en el bar, la panadería, en todos sitios, el tema es uno y el trono de la discusión lo ocupa el deporte, el ciclismo y los ciclistas. Los franceses se inflaman. Euforia total. El ambiente se torna, créanmelo, ensordecedor.
Refiere L’Express, publicación semanal, un comentario periodístico de 1920 que alude a lo que era el Tour en esa época, en que las carreteras aún no eran ni sombra de lo que son y ni siquiera estaban dedicadas en exclusividad al evento deportivo: “No saben ustedes lo que es este Tour, decía a sus lectores el reportero en ese entonces. Es un verdadero calvario. Y el camino de la cruz constaba de 14 estaciones. El nuestro tiene 15!!” Hoy, el Tour de Francia se corre a lo largo de 3360 kilómetros en veinte etapas de las cuales siete son de montaña y algunas de alta montaña. Carreteras protegidas. Transmisión por televisión en directo. La fuerza pública apoyando y cuidando en el recorrido. Camiones, motocicletas, helicópteros, vehículos de toda laya siguiendo a los ciclistas en una caravana de veinte kilómetros. Quince millones de espectadores a lo largo del recorrido.
Pues ahora con más etapas que en su inicio la Vuelta sigue siendo un calvario en el que se pone a prueba la capacidad, la fortaleza, el tesón y el valor de los corredores. Varios muertos a lo largo de los años son testimonio del sufrimiento que entraña la prueba. Este mismo año quedó fuera de competencia por accidentes graves buen número de ciclistas. El americano Hamilton ha hecho la hombrada de mantenerse en el sexto puesto de la clasificación general en esta edición con la clavícula rota por una caída ocurrida desde las primeras etapas de la carrera. Y no sólo, ya accidentado ganó una etapa. Es muy probable que quede dentro de los cinco primeros al concluir la competencia el día de hoy. Bravo!
Desde 1919 al competidor que encabeza la prueba se le otorga una camiseta amarilla. Es el emblema del mejor. Del heraldo, de quien lleva la antorcha. El símbolo del triunfo es la camiseta amarilla. Este año, como en los últimos cuatro, un americano fuerte y vigoroso, operado de cáncer en los testículos poco antes de convertirse en campeón, Lance Armstrong (Legstrong le llamarían los puristas angloparlantes, porque no es en los brazos donde lleva la fuerza), tiene puesta y bien puesta, al cabo de 19 etapas, la prenda de la victoria. Pero todavía no se escribe el final en esta edición de la prueba centenaria. Se está escribiendo apenas en este momento y por tanto el final no podríamos reseñarlo todavía. En 1975 se diseñó otra camiseta, la de puntos rojos, que es otorgada al mejor escalador de la montaña. Desde 1953 una prenda verde se entrega al mejor velocista (sprinter le llaman los ciclófilos). Finalmente desde hace unos veinte años a la mejor revelación juvenil le otorgan una camiseta blanca para distinguirlo. Y con este ropaje colorido meten los franceses su competencia ciclista anual al rango de fenómeno social.
Ya los etnólogos lo entienden. Es la prueba deportiva francesa –la única- que tiene un lugar en sus museos. Venir a Francia, estar en Francia, obliga, como ir al Louvre, a Cluny, al Quai d’Orsay, al Jeu de Paume, a presenciar, asistir, a vivir –sólo de eso se trata- esta incomparable experiencia del Tour de France. Por la geografía, por la historia, por la competencia en sí, por lo que socialmente representa, por el goce, aunque sea por una vez, por ésta, ciclista hay que ser.
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