Viñetas de la Vieja Europa
Mucho calor en Francia. Diez mil muertos... sin calor de hogar.
Por Rodolfo Antonio Menéndez Menéndez, desde París.
Pasado el gran calor, ya con temperaturas más razonables, abatido el mercurio en los termómetros en más de 10 grados en comparación con los niveles alcanzados hace un par de semanas, la Francia se dispone a hacer el balance de su canícula. Los medios de comunicación se hacen eco de la sorpresa y del clamor de la gente. Y es que el desenlace de la canícula ha sido funesto. Literalmente funesto.
La prensa responsable, no los cotidianos amarillistas que, esos, hablan de otras cifras, fija el número de defunciones debidas directamente a los calores extremos que padeció el país en tres ondas cálidas sucesivas y particularmente en la primera quincena de agosto, en diez mil personas. Y aún hay, internado en hospitales, un número importante de pacientes sujetos todavía al traumatismo de la canícula pasada. Para un país de sesenta millones de habitantes parece no ser una cifra muy importante y sobretodo si se le compara con la resultante de otras epidemias que padecen naciones del tercer mundo. Pero en una nación avanzada y con la reputación de ser una en la que los servicios asistenciales son de los mejor dotados y más generalizados en el mundo, ese número de muertes por el clima extremo representa una verdadera catástrofe.
Y eso de clima extremo es un decir. Los mexicanos conocemos bien estas inclemencias del tiempo. Los 45 y hasta los 50 grados centígrados que alcanzan los termómetros en verano en el noroeste de nuestro país, en el norte de Baja California y en Sonora, como ejemplo, no son comparables a los modestos 39 ó 40 y, sólo en algunos puntos 41 grados, que sufrió la población francesa en estas pasadas semanas. En Yucatán mismo padecemos el calor con profunda alegría. ¡Cuántas veces no hemos deseado que alguien con poder divino –como el que alguna vez tuvo Cervera- nos apague desde lo más alto ese horno en el que nos toca vivir en nuestros mayos y nuestros agostos!
Pero bueno, hay que reconocer que en nuestras naciones tropicales el calor forma parte de nuestra cultura. Está inscrito, desde que nacemos, en nuestra vida cotidiana. Nos reímos, aún quejándonos, de la canícula. Huimos a las playas. Tomamos más chevas que de costumbre. Para los europeos, que también tienen sus playas y quienes también gustan de la cerveza, el calor es un acontecimiento. Un acontecimiento de carácter anual muy, pero muy, efímero y a veces, como en esta temporada, totalmente desquiciante y mortífero.
El organismo de los europeos no está habituado al calor. Ellos saben y están preparados para tolerar el frío. Sus países son atemperados por los vientos que soplan del ártico. Las aguas de sus mares son menos que templadas. Sus ríos, productos del deshielo de sus enormes montañas, llevan aguas frías. Aquí, la mayor parte del tiempo hay que abrigarse. Vivir en la desnudez que es común entre nosotros, es aquí asunto de fiesta, sólo de unos cuantos días durante el año. Sus ciudades, sus casas, están hechas para el frío, no para el calor. Es rarísima la casa o el edificio habitacional, aún entre los de la gente con más recursos, dotado de aire acondicionado. Todos, eso sí, aún los más pobres, tienen calefacción. Ésta, claro, es una de las razones por las que el calor, cuando supera lo que tienen por costumbre, los sorprende y los desquicia.
Pero ciertamente, ésta que apunto del hábito, no parecería ser razón suficiente para que el calor, por canicular que sea, se vuelva mortífero al punto en que lo hemos visto en este verano del 2003 que pasará a la memoria colectiva de los franceses como uno de los más funestos de su historia. Y no exagero, la gente está escandalizada. El calor se ha transmitido a la política. El gobierno de Chirac y el de su primer ministro, Raffarin, están hoy en medio de una muy caliente tormenta política. De lo menos que los acusa la oposición, siempre oportunista, es de falta de compasión hacia sus conciudadanos, porque su atención a la crisis fue tardía y con poco énfasis. Ambos regresaron de sus vacaciones, el primero del Canadá y el segundo de los Alpes, ajenos a lo que les esperaba en casa.
¡No se vale!, dice acalorada la gente. Ya quemaron al primer fusible: el Director de la Salud Pública ha tenido que renunciar a su puesto. El ministro, su jefe, podría ser el que sigue. No es para menos el asunto: ¡Diez mil muertos directamente atribuibles a la canícula! Muertes en las que las víctimas padecieron lo que médicos llaman hipertermia –calor corporal superior al normal- y finalmente deshidratación avanzada, según reportan los servicios asistenciales ante el asombro de todo mundo. Los hospitales públicos, en su mayoría sin sistemas de refrigeración, fueron incapaces de evitar esta tragedia.
Y, ¿quiénes son estos muertos? ¿Cómo es posible que tantos puedan morir deshidratados?, se pregunta uno. En la gran mayoría fueron gente anciana, frágil por la edad o por otros padecimientos que no necesariamente hubieran causado la muerte en lo inmediato, pero que tenían de alguna manera debilitadas a las víctimas. Los ancianos al parecer pierden la capacidad para sentir sed. No se percatan que están en proceso de deshidratación. No advierten que la crisis los acecha. Muertes prematuras o anticipadas, se dice. Gente que vivía en casas de asistencia, en asilos de ancianos y en su mayoría, alrededor del 60% de quienes fallecieron, señalan las estadísticas que empiezan a publicarse, gente anciana que vivía sola.
Y aquí está una de las respuestas a lo que se nos antoja como enigma: el ¿por qué tantos? y el ¿cómo es posible? Gente que vivía sola. Ahí está el punto. En este país admirable por muchos aspectos, la sociedad ha relegado a sus viejos a la soledad Es enorme la cantidad de gente que traspuestos los 65 años de edad, vive en la más absoluta y dramática de las soledades. Pongo por ejemplo el pequeño edificio donde yo habito. Son 24 apartamentos. Solamente en cuatro viven parejas, curiosamente ninguna con hijos. El resto son viudas o viudos, en su gran mayoría mujeres de la tercera edad. Tal vez un par de solteros. Y yo, claro, que no soy ni viudo ni soltero, pero sí quien observa.
Los bomberos, que en Francia son respetada y eficiente institución pública, refieren en sus declaraciones a los medios que durante la crisis, en París, tenían la impresión de estar trasladando ancianos sólo para saturar los hospitales que fueron totalmente desbordados. Las noticias televisadas mostraban los nosocomios parisinos con camas hasta en los pasillos. Tuvieron necesidad de dar de alta de manera prematura a muchos pacientes normales a fin de liberar capacidad para albergar a las víctimas de la canícula. La situación se agravó por el hecho de que en pleno período vacacional los sanatorios no tenían a todo su personal de base. Hubo que llamar a muchos con urgencia para que se reintegraran anticipadamente a su servicio. Lo mismo ocurrió en las casas de retiro –eufemismo de asilo para ancianos- en las que también tuvieron que enfrentar la crisis con mucho de su personal ausente, en parte por las vacaciones anuales y parte por la nueva ley laboral que establece sólo 35 horas de trabajo semanal. En una de estas casas de viejitos la responsable, exhausta, comentó un tanto desesperada: “No sólo había que darles de beber, sino que también teníamos que asegurarnos que bebieran!!
Las autoridades hospitalarias complementaron la declaración de los bomberos: ellas, a su vez, tuvieron la tarea de vaciar los sanatorios para saturar las agencias funerarias. La estadística dice que en París mueren normalmente alrededor de 80 personas diarias. Durante la crisis canicular ese número se elevó a 250. El sistema se saturó integralmente. No se dieron abasto, en la región, los servicios de inhumación o de cremación. Se generó un rezago en los servicios de pompas fúnebres que hasta este momento existe. El gobierno tuvo que alquilar almacenes frigoríficos comerciales para depositar los cadáveres en demasía. Hay todavía, hoy, al escribir esto, más de 300 cuerpos esperando ser rescatados por los familiares. Hay quien falleció a mediados de agosto y cuyos despojos esperan, en cola, sepultura que está programada hasta el 2 de septiembre!
“¿Qué clase de sociedad es ésta?”, se pregunta alarmado Jacques Attali en su columna La Crónica del semanario Express, “en la que muchos miles de personas pueden morir de olvido, abandonadas por sus hijos que se fueron de vacaciones o por sus vecinos vueltos sordos súbitamente”. Y, a mi juicio el analista da en el clavo, certero, con su comentario. Estos miles de ancianos recién muertos en medio de la canícula feroz, lo fueron más por soledad, por abandono, por indiferencia, que por el calor. Si hubieran tenido a alguien cerca que con esmero y solidaridad los cuidara, muchos de ellos no se hubieran ido prematuramente. Ni tampoco, regresando a la referencia de Attali, los bomberos hubieran encontrado “en una hermosa tarde de verano, al anciano en estado avanzado de coma, frente a un refrigerador abierto y con el teléfono descolgado en el más hermético de los silencios....”
En nuestro México, así de pobre y así de carente y así de caluroso, no vemos todavía este tipo de episodios dramáticos. Es cierto que nuestra estadística tampoco nos da para conocer la realidad íntegra de nuestra sociedad y que no sabemos bien hasta donde llega el efecto de muchas de las vicisitudes que padecemos, pero también es una verdad aparente que al privilegiar a la familia -esto es, a la solidaridad familiar- como aún lo sabemos hacer en nuestro medio, rescatamos de la muerte prematura a nuestros viejos a quienes al menos no aventamos al gobierno para que nos los cuide sino que nosotros mismos, en el seno de nuestra pobreza tercermundista, les damos de beber y los abanicamos para que de calor no se nos mueran. ¡Que nunca tengamos la experiencia dolorosa que hoy, con mal contenida vergüenza, debe afrontar la -por muchas otras razones admirable- sociedad francesa!
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