sábado, 23 de junio de 2007

Presentación del libro "La Mano Izquierda" de Fernando Lozano. Por: Rodolfo Menéndez


Empezamos. Entiendo su anacrusa Maestro. La indicación agógica es Molto Allegro.

Es un placer para mí estar entre músicos. Gozo por tanto este momento que mi amigo el maestro Fernando Lozano me ha ofrecido y que aprovecho con gran alegría. La música desde mi punto de vista es una de las expresiones de la cultura más nobles y más hermosas, una de las de mayor jerarquía intelectual y emocional, sin lugar a dudas. Dedicarse a ella, profesionalmente, es, desde mi perspectiva y por definición, un privilegio al que sólo algunos escogidos como ustedes pueden aspirar. Quienes nos consideramos melómanos vemos con enorme respeto y gran admiración a todos aquellos que hacen posible nuestro deleite, nuestra manía. Sin músicos no hay música. Sin música no hay melomanía. Sin música nuestro mundo sería banal, triste y miserable. Sin mérito suficiente para vivirse. Estoy aquí porque les admiro. Estoy aquí porque quiero a mi amigo y más que de su libro, de él me propongo hablar.


Declarado que está mi cariño y mi respeto, sí, quiero agregar, que me siento entre ustedes como la nota fuera de pauta, la nota discordante, el La desafinado que pretende sintonizar a toda la orquesta sin surgir de diapasón bien construido. Y no es para menos. ¿Qué hace aquí, presentando el libro “La Mano Izquierda” de Don Fernando Lozano, libro escrito para músicos, para conocedores o para estudiantes avanzados, un químico de profesión, periodista por vocación, melómano por afición? No es sencilla la respuesta. Voy a intentarla ante ustedes.

Hoy Fernando Lozano es uno de los grandes Directores-concertadores de nuestro medio musical. No es sólo su carrera y su talento los que hablan de él, sino el reconocimiento explícito que ha logrado nacional e internacionalmente por su creatividad y por la calidad de su trabajo en, por y para la música. Pero, claro, todo tiene un principio.

Resulta que conocí al Maestro hace cuarenta y dos años. Era el otoño de 1965 y paseaba yo libro en mano, sumergido en mis estudios, por los hermosos y amplios jardines de la Ciudad Universitaria de París, del París eterno, en Francia. Se me acerca un joven moreno con lentes oscuros, gruesos, de esos de fondo de botella, de apariencia latina, quien en un francés precario y no sin dificultad, me pregunta -¿Sabe usted dónde se encuentra la Casa de México?- Sonriendo para mis adentros al identificar por el acento al paisano que trataba de encontrar el camino, le contesto: -Oui, Monsieur. C’est la, en face..., Pero si quiere yo lo acompaño-, agregué, en español. Sorprendido el recién llegado al sentirse descubierto, se ríe y me dice: -Muchas gracias, eres mexicano, ¿verdad?- Ahí empezó una amistad que ha sobrevivido más de cuatro décadas y que nos ha mantenido fraternalmente unidos a lo largo de innumerables peripecias personales, familiares y profesionales que si las relatara ahora, volvería esto un interminable anecdotario.

A lo largo de los siguientes dos años de vida parisina, en esa década de los 60, inolvidable para nosotros, que habría de marcar para siempre nuestras respectivas vidas, entonces bisoñas, fuimos sellando afinidades, respeto, cariño, proyectos, complicidades, amistad en suma, el cemento más poderoso que mantiene unidos a los seres humanos, y les permite discurrir por este valle de lágrimas que abate con la relativa felicidad que significa compartir al ir caminando.

Conformamos en ese tiempo un núcleo solidario de amigos en el extranjero. Entre nosotros había de todas las profesiones: abogados, ingenieros, arquitectos, sociólogos, pintores, dramaturgos, algunos músicos y ciertamente uno que otro música. Todos estudiábamos alguna especialidad, algún postgrado. Fernando era ni más ni menos el de la batuta, estudiante de Dirección de Orquesta, lo que le confería desde luego una posición especial dentro del grupo. ¡No sólo el de la batuta, el de la orquesta era él! Y nosotros todos queríamos saber de música y tocar en nuestra propia orquesta de jóvenes aprendices de la vida.

Con el Maestro saciábamos las dudas que nos asaltaban cuando asistíamos ávidos a las salas europeas de concierto aprovechando nuestra condición de estudiantes, para quienes todos los actos culturales de aquella Francia generosa que nos había becado eran casi gratuitos. Bastaba con nuestra credencial de becario estudiante para entrar a lo que fuera: ópera, danza, conciertos, lo que fuera cultura, podíamos asistir con nuestros modestos recursos. Había que aprovechar y cultivarnos y ahí estaba Fernando para aclararnos, para enseñarnos.

-A ver Fernando dime, dinos, ¿para qué sirve realmente un Director de Orquesta? ¿La música lo sigue a él?, o ¿él sigue a la música?- Y el maestro se quedaba perplejo un instante tratando de averiguar si la pregunta iba en serio o si lo estábamos embromando. -Ahí está la cuestión, nos contestaba, asumiendo un aire de seriedad, ser o no ser, el Director tiene que poder convencer a 80, 90 o más músicos de que lo sigan a él para obtener el resultado que busca. Para lograr la música que pretende. Si no es capaz de esto el Director, tendrá que buscar otro oficio-.

Siempre nos interesó ese fenómeno que es el vínculo entre el Director y la orquesta, de ahí que observáramos a Fernando con gran curiosidad. Lo veíamos asistir a sus clases de solfeo y también, con gracejadas de nuestra parte, dirigir su música grabada en aquella, entonces novedosa, Grundig que habíamos comprado juntos en Alemania y que a nosotros nos servía como diletantes para gozar y a él para estudiar sus lecciones de contrapunto escuchando y volviendo a escuchar, una y otra vez, a Haendel y a Bach, en su arte barroco de inventar una melodía frente a otra, sin tener más apoyo que ésta última. Para después, bien preparado Fernando, asistir a sus lecciones con Nadia Boulanger.

Un día me tocó darle un aventón en el viejo volchito que compartíamos a su curso de composición y contrapunto con la afamada y reconocida maestra de maestros. Recuerdo que aquella vez, debido a la lluvia copiosa que había caído, no pudimos impedir llegar un par de minutos tarde a la clase particular en que Fernando era privilegiado alumno. Dejé al amigo en la entrada y me quedé viéndole mientras tocaba a la puerta esperando que se la abrieran. Alcancé a ver a una anciana de cerca de 80 años asomarse y decirle algo de manera enfática a mi compañero. Lo vi a él agachar el rostro y caminar de regreso al automóvil con aire de consternación. Se reinstaló en el vehículo y me dijo: -¡No me dejó entrar!-. Nadia Boulanger, la anciana y famosa profesora de Bernstein, de Copeland, de Markevich, entre otros grandes, había rechazado a su curso del día a Fernando Lozano por llegar dos minutos tarde a la cita, dándonos de paso una lección, no de contrapunto, sino de re-contra-puntualidad. Ese día Fernando y yo comprendimos cabalmente lo que significa la disciplina para los verdaderos profesionales.

-Oye Fernando, seguíamos con los buscapiés propios de la camaradería estudiantil, ¿por qué -a ver dinos- los saxofones no forman parte de una orquesta sinfónica?-. - ¿Y quién te dijo que no?,- contestaba socarrón el Maestro, -Pues no los vemos por ningún lado- insistía el otro por fregar. -Pues el día que escuches el Bolero de Ravel saldrás de tu ignorancia y encontrarás tres-, remataba orondo y triunfante en esa ocasión Fernando.

Estoy absolutamente convencido, a partir de estos recuerdos fugaces que se me han agolpado en la memoria mientras leía el texto, de que este libro que hoy nos presenta Fernando Lozano fue gestado o, cuando menos previsto desde aquella época, hace cuarenta y pico de años. Claro, hoy, tras ser procesado por el eficaz alambique del tiempo que todo lo madura y lo añeja, no para degradarlo por vejez, sino para deleite de los paladares exigentes. Y la verdad, pensar así, creerme, creernos, a nosotros los viejos amigos de Fernando, en el origen de este buen libro, agrega al motivo de mi regocijo de estar aquí con ustedes, comentando y reconociendo de lo que es capaz la Mano Izquierda de nuestro amigo, esa que aparece levantada en todo lo alto, dándole entrada a las percusiones, en cada pie de página, a lo largo de la muy bella y muy cuidada edición lograda por don Miguel Ángel Porrúa.

Y no es que el Maestro haya escrito con la izquierda, quiero aclarar, y con esto termino porque se me agota el tiempo que se me ha reservado, sino porque al menos, como él mismo nos dice en la introducción de su libro, el título surgió como resultado de haberse dañado la mano siniestra, lo cual me hizo recordar también y quiero consignarlo, que ya en el pasado remoto, hace 400 años, un grande de las letras, el que conocemos como el Manco de Lepanto, realizó la gesta heroica de escribir el clásico de clásicos, después de que un arcabuz hubiera dañado en guerra, en él para siempre, su mano izquierda. Se repuso en la vida Cervantes con la consideración de que el daño le había pasado, según sus propias célebres palabras, para “gloria de la mano derecha” y con ella escribió, en efecto, para su gloria y para la de las letras españolas de todos los tiempos, Don Quijote de la Mancha.

¡¡Con estos resultados, pues deberíamos desear que otras manos izquierdas, como las de Don Miguel, el de Alcalá de Henares, y de Fernando Lozano, resulten lastimadas!!

Muchas gracias.

Mérida, Yucatán, sábado 23 de junio, 2007

1 comentario:

Pipisfe dijo...

Gracias por su comentario, me hace conocer algo del Maestro.
He conocido el libro de Lozano a través de google libros, y he leido algunas páginas por allí.
Estoy ahora intentando comprarlo, pero se torna dificultoso desde ARgentina. Un abrazo.