lunes, 6 de agosto de 2007
La muerte de dos grandes.
Bergman(abajo), Antonioni (derecha). Fotos de Liberation
Tramitaba con mis adentros un texto para referirme a la muerte de dos grandes del cine y de la vida: Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni. Los dos marcaron indeleblemente nuestra época. Y eso hacía cuando me topé con el talento de Carlos Fuentes, quien hoy, en el periódico Reforma de la Ciudad de México, les dedica a estos dos personajes del séptimo arte líneas que deben repetirse. Para repetirlas cedo el espacio que habría yo dedicado en mi Blog a estos dos grandes. No es mucho lo que cedo, lo se, pero es todo lo que tengo.
Nos hemos quedado ciegos. Por Carlos Fuentes
6Ago. 07 (Periódico Reforma, Ciudad de México)
En una sola jornada, han muerto dos de los mayores creadores de la cinematografía mundial: el sueco Ingmar Bergman y el italiano Michelangelo Antonioni. Es como si nos quedásemos repentinamente ciegos, sin dos de las luces que mejor iluminaron los caminos de nuestro tiempo.
El cine ha mostrado gran preferencia por los terrenos genéricos que facilitan la comprensión. El "western" (John Ford). El "musical" (Gene Kelly). El "gangster" (James Cagney). La "épica" (Cecil B. de Mille). El "suspenso" (Hitchcock). La "guerra" (de Griffith a Kubrick). El "melodrama" (casi todo, casi todos). La "comedia de costumbres" (Lubitsch). Y el culto de la hermosura femenina (Garbo, Dietrich, Monroe, Gardner).
En el pasado medio siglo ha habido directores -unos cuantos- que escapan a la clasificación genérica para crear obras autónomas, inclasificables sin la referencia de autor. Luis Buñuel, Orson Welles, Roberto Rosselini, Theo Angelopoulos y, desde luego, Bergman y Antonioni. El más teatral es el sueco. Bergman viene de Strindberg, subraya diálogo y postula el valor del actor. Pero lo convierte todo en cine gracias al empleo magistral del rostro en primerísimo plano, negando la distancia escénica y mediante la paradoja del silencio. El hombre de teatro Bergman se convierte en el director de cine Bergman mediante largos silencios que, según el propio autor, no son otra cosa sino la espera de la palabra, es decir, la atención.
Lo contrario sucede con Antonioni, para quien el silencio es la mejor forma de la comunicación. Tipificado con facilidad como el cineasta de la incomunicación urbana moderna, me parece que Antonioni era algo muy distinto: un poeta de la comunicación interna, sin palabras, entre los seres humanos, las ciudades y la naturaleza. La audacia de El Eclipse consiste en dedicarle los diez minutos finales de la película a la visión silente y fija de la ciudad de Roma. Los amantes no se encontraron, acaso porque no querían encontrarse. Ellos desaparecen. La ciudad queda, el tráfico circula, cae la noche, se anuncia el día... La fuerza de la ciudad se impone a las vidas privadas.
En La Aventura, recibida con una rechifla en Cannes, Antonioni propone un misterio (¿dónde se encuentra la mujer desaparecida?) y no lo resuelve para que no deje de ser misterio. Para Antonioni, la mujer era la portadora del misterio. Ella guarda los secretos, nutre los sentimientos y es dueña de la luna. Si en Antonioni la mujer (Lucía Bosé, Jeanne Moreau, Monica Vitti) es la protagonista casi solitaria, en Bergman las mujeres forman parejas (Persona) o grupos (Gritos y Susurros) a fin de penetrar, como ningún otro realizador, los secretos de la palabra y la muerte. En Gritos y Susurros la palabra se somete a su negación: la agonía y la muerte. En Persona, la mujer muda acaba por contagiar de silencio a su hablantina enfermera y en El Mago, El Rito y El Rostro Bergman trasciende (o sacrifica) el silencio en la representación teatral, en la máscara.
Bergman era un luterano del norte al que su padre castigaba a bastonazos y encerrándolo en un armario. Su trilogía A Través de un Espejo Oscuro, Luz de Invierno y El Silencio es la máxima representación cinematográfica de la religión protestante y su desolado conflicto: poseer la libertad y estar predestinado. El polo contrario es Buñuel, el ateo por la gracia de Dios, que es el más grande cineasta católico en rebeldía contra su propia fe. La sensualidad, el humor, la libertad surrealista del aragonés contrastan con la austeridad, la gravedad y el encarcelamiento teológico del escandinavo. Antonioni, en cambio, es la negación del facilismo italiano. Aristócrata de Ferrara, la ciudad de piedra heredera de la dinastía de los Este es el contrapunto perfecto de la vecina Ravenna, una ciudad industrial en descomposición, estéril, inhumana y vista por Monica Vitti, en El Desierto Rojo, con los colores de su imaginación neurótica. (Antonioni llegó a pintar las flores, los vasos y los muros con los colores de una mente enferma). Fue su primera película en color y gracias a ella entendí que el blanco y negro desolado de El Grito tenía su origen en una imaginación -la de Antonioni- que se reveló a sí misma "mirando un muro".
Acusados ambos de ser demasiado abstractos, lejanos e intelectuales, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni nos dejan, en realidad, la imagen más auténtica del tiempo que les tocó vivir, que es el nuestro. Sin ellos, estamos más ciegos pero más lúcidos.
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