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Foto de Ángel Ma. Romero
CARTA A MI MADRE
Publicada originalmente en “Otro Libro”, en 1932, Carta a mi Madre se volvió a publicar en la segunda edición de “El Rumbo de los Versos”, en 1936, y más tarde se incluyó de nuevo en la antología que se editó con el mismo nombre - “El Rumbo de los Versos”-, en 1993.
Diciembre de 1926
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Madrecita linda:
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Todos mis cariños se dispersan,
y todos mis rosales se deshojan,
y todas las fragancias se me alejan.
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Sólo me quedas tú, piadosa y blanca,
como nombre de amor entre mis quejas,
como hilo de agua en el desierto,
como rosa de luz entre la selva…
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Eres igual a un árbol cuya fronda
llena de nidos nos protege y canta.
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Madrecita linda:
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Tus lágrimas se han vuelto gemas;
deja que las engarce yo
en el hilo de oro de un poema
y hacer así un collar para tu amor.
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Infancia:
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El delantal atado a tus caderas,
tus manos espumosas de jabón
jabonando mi pecho de manera
que lavabas el propio corazón.
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Corazón de muchacho pendenciero
que odiaba a cura y sacristán, y quiso
hacer de ellos aves de mal agüero
sin maternal permiso,
ganado seis azotes en el cuero.
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¡Madrecita linda!...
¡Si te quiero mucho!...
¡No me pegues más!...
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¡Muchachito lindo!...
¡Yo también te quiero!...
¡Déjame pegar!...
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Y el diálogo a voces:
una de amenaza, otra de rogar,
terminaba siempre con beso y promesa
de eterna humildad.
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¡Aroma de maíz recién molido!...
el humo de las viandas… ¡Mesa puesta!...
Mi madre tiene corazón de nido
y en él dormí, para soñar, la siesta.
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Los pájaros, el agua, la lejía,
la ropa a componer, todo tenía
en su rutina gris una alegría…
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Con el oro del sol que se ponía
troquelamos monedas deslumbrantes,
y en platino de luna que caía
montamos los diamantes
de tus mejores besos, madre mía,
dulce como la miel de los panales
y buena como el pan de cada día.
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Tus manos eran hadas, nos vestían.
Tu plegaria era luz: nos alumbraba.
Y música tus besos: nos dormían
al calor del amor con que besaban.
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El Colegio.
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Ojiverde, ceñudo… Flaco… Gallo
de “troya”, “trompis”, “pútzes” y béisbol,
que puso “media luna” al “papagayo”,
soñando herir al sol,
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y correteaba al tren ciego de humo,
furia en los ojos y guijarro en mano,
para volver, sangrante y taciturno,
por la fuga del tren y del guijarro.
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¡Faroles de Izamal que me sirvieron
para afinar el tino de mi piedra!...
¡cristales que prendieron
sus pupilas opacas en la hiedra!...
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1 más 2… 3 burros… X… Z…
La cruz del alfabeto que es aún
como agobio mortal… Y la palmeta…
Y el espanto… ¡Fuera de clase, tú!...
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Me hiciste un traje igual al del muchacho rico
que un día, en clase, se alejó del banco
y me llamó “borrico”
porque iba remendado mi trajecito blanco…
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¡Y esa otra vez!... ¡Al recordarla vibro!...
¡Como te pusiste a llorar
porque en casa no había para comprarme un libro
y porque no tenía yo ganas de estudiar!...
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En el viejo cansancio pueblerino
balbucí mis primeras tonterías
en versos que enseñabas al vecino,
leías, me mirabas y reías…
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Reías con no sé qué de venturoso
de plácido, de dulce, de amoroso,
mostrándome los dientes apretados
y blancos, blancos, blancos…
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Con tu sonrisa limpia me alentabas,
madre siempre tan buena,
crucificada en tu sagrado nombre,
¡crucificada en la ilusión suprema
de ver un beso transformado en hombre!...
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Mi juventud.
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Probó mi labio el filo de la copa
y mi rumbosa juventud sensual
bebió sangre de amor en otra boca,
ciega de cielo, y loca, y pasional.
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Amé el instinto de hacer el mal… La tropa
de juventud me hizo su general
porque no conocía la derrota
en el águila o sol de lo fatal.
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Verlaine… Ovidio… Byron… Baudelaire…
Humo de ensueño… Formas de mujer…
¡Y de cada pecado hice una flor!...
Beber… Besar… Caer… De boca en boca,
De dolor en dolor, de roca en roca…
¡Pero pude salvar tu dulce amor!...
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Ausencia.
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En la ausencia aprendí que tu nombre
es el sol que deslumbra y asombra
los azules caminos del mar!...
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Y aprendí que tu nombre es el ritmo
de todo cantar!...
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Y aprendí que tu nombre es la clave
de la humanidad!...
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Sendero y mar… Virtud y amor…
Aroma y luz… Estrella y flor…
¡Madrecita del alma, tú eres Dios!...
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1927
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Tu frente blanca y noble -mi nido de consejos-
y tu seno –mi punto de partida-
lívidos quedaron en la hora
en que estando ante ti, no me veías,
en que estabas ahí, y ya no estabas.
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Arrodillado junto a ti, sediento
de la última palabra,
creyó mi pensamiento
mirar que tu alma blanca se elevaba:
¡Tus alas blancas al azul!...
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Yo, que creía en el cielo
porque el cielo eras tú,
sentí que el cielo se cambiaba
de la tierra al azul…
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¡Sentí que todo se quedaba muerto
porque todo eras tú!
¡sentí que todo se quedaba obscuro
porque tú eras la luz!...
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Y yo, que soy un beso de tu labio
besé tu frente por decir adiós,
cual si hubiera querido defenderte
de todo lo inhumano: de la muerte
del destino, de Dios…
de todo lo que tuvo la fiereza
de tronchar este amor.
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**
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La Cruz, árbol que lleva veinte siglos
de abrir los brazos y esperar en vano
que resucite el símbolo,
parece florecer sobre el sepulcro
cuando arrodillo mi dolor y pienso
que el concepto de Dios murió contigo.
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Postdata.
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Si yo pudiera, madre, volvería
a mi polvoso pueblo solitario,
donde el arco voltaico es un milagro
que no revela el siglo todavía…
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¡Volvería a mis cerros!... Volvería
al bravo henequenal que alza su espina
cual si esperara un día
clavarla ¡al fin! , en el azul del cielo…
para buscar, junto al brocal del pozo,
tus brazos espumosos de jabón,
y suavemente
darte mi corazón
para que lo lavaras nuevamente.