Hay, hoy, dos exposiciones meritorias en Madrid: la de Picasso, impresionante y la de Modigliani, sublime. El que cruce el charco, que las vea. No se arrepentirá:
Cita: Escribe Vicente Molina Foix, para El Pais
En 1950, Jean Cocteau publicó un pequeño libro sobre Amedeo Modigliani, de quien el escritor francés había sido amigo y modelo en los días parisienses en torno a la I Guerra Mundial. Semblanza personal y breve recuento de la peculiar manera del pintor toscano-sefardí afincado en Francia, llama la atención en ese texto, como en otras significativas anotaciones de los diarios de Cocteau, el lamento económico. Aunque toda su vida fue un dandi muy gastador y a menudo subvencionado por generosos mecenas, Cocteau insiste en contar en 1950 cómo el retrato al óleo que le hizo Modi en 1916 tuvo que quedarse depositado en la bodega del café La Rotonde, no teniendo ni Jean ni Amedeo el dinero para trasportarlo en un taxi. El dueño del famoso lugar de reunión de los artistas de Montparnasse, después de guardarlo durante años sin prestarle atención, un día se desprendió de él. Y añade Cocteau: “En 1939 se vendía por siete millones en Inglaterra”, pero dos décadas antes, en los años de la bohemia, “no nos preocupábamos de las consecuencias de nuestros actos. Ninguno de nosotros vivía bajo el ángulo histórico. Tratábamos de vivir, y de vivir juntos”.
Dedo, como también se le llamaba familiarmente a Modigliani, ni se acogió al ángulo histórico, ni tuvo en su corta vida un techo estable y saneado. La pobreza del pintor es tan definitoria como su alcoholismo, y ambas condiciones no menos significativas que las narices y los cuellos alargados de las figuras de sus lienzos. También dandi a su manera, y muy presumido (aparte de apuesto), la miseria de Amedeo se compaginó siempre con una desastrada elegancia: chaquetas de terciopelo (con rozaduras y lamparones), fulares rojos estilo Garibaldi, sombreros de ala ancha. De creer a su amigo el poeta Max Jacob, Dedo fue el primer hombre que llevó una camisa de cretona, mucho antes de que esa moda se extendiera por el mundo, y, según el propio Jacob, Picasso le dijo en cierta ocasión: “El único en París que sabe vestir es Modigliani”. Orgulloso, irascible, más fiel en la amistad que en el amor, Modi tuvo un modo aristocrático de decir que no: mientras que varios de sus colegas necesitados (como Brancusi) fregaban platos en los restaurantes o descargaban fardos en los muelles, él rechazaba no sólo cualquier tipo de labor que le apartase del arte, sino, en más de una ocasión, la venta de sus obras a quienes mostrasen ignorancia o mera ansia comercial (algo que evoca, por cierto, con gran elocuencia la escena de los millonarios norteamericanos de la gran película de Jacques Becker Los amantes de Montparnasse, donde la trágica pareja formada por Amedeo y Jeanne Hébuterne la interpretan Gérard Philipe y Anouk Aimée).
La exposición que ahora se abre, organizada por el Museo Thyssen-Bornemisza y la Fundación Caja Madrid, lleva el título Modigliani y su tiempo, siendo las intenciones de su comisario, Francisco Calvo Serraller, no sólo presentar, naturalmente, una sustancial muestra de la obra de Modigliani, sino localizar su arte, cosa a mi modo de ver tan apropiada como fascinante. En cada una de las nueve secciones que ocuparán los espacios de la Casa de las Alhajas (maravillosa sede de exposiciones de Caja Madrid) y del Museo Thyssen habrá siempre un diálogo entre sus cuadros, dibujos y esculturas (una actividad muy esencial y tal vez menos conocida de Modi) y la obra de quienes le influyeron, le admiraron, le ayudaron, le soportaron y le acompañaron, algunos más en las farras que en la estima por lo que pintaba. Los nombres de esos inspiradores y acompañantes coetáneos no requieren mayor comentario: Cézanne, Gauguin, Toulouse-Lautrec, Matisse, Derain, Brancusi, Picasso, Lipchitz, Soutine, Foujita…, entre muchos otros.
El de Picasso, sin embargo, sí conlleva un interés añadido, en función de las relaciones, más tenues que intensas, que ambos tuvieron en los escenarios de Montmartre y Mont¬parnasse. Las leyendas de su rivalidad, basadas en relatos novelescos de algunos escritores contemporáneos, tienden a exagerar, aunque algunas son deliciosamente pintorescas. Una de las más difundidas es la que contó Roland Penrose sobre ese día del otoño de 1917 en que Picasso, sintiéndose inspirado a mitad de un bombardeo en Montrouge y no teniendo una tela sobre la que trabajar, tomó un cuadro de Modigliani que había comprado y, tras aplicar a su superficie una capa densa de pintura blanca, pintó encima una naturaleza muerta. El episodio se convierte, por cierto, en el detonante de la grotesca tragedia descrita en la otra película realizada sobre Dedo (y por fortuna apenas difundida en cines), la atroz Modigliani, en la que su director, Mick Davis, toma algunos hechos reales para acomodarlos crudamente a su intención, que es la de hacer de Modi un mártir judío y de Picasso un fantoche taurino y envidioso, tal vez secretamente enamorado del bello Amedeo.
Mucho más perspicaz y típicamente ingenioso es el paralelo que Ramón Gómez de la Serna, otro ocasional parisiense de la época, traza del implícito duelo o recelo que pudo existir entre el desbocado italiano y el astuto genio malagueño, basándose en sus modos tan distintos de estar en los cafés. Describiendo una velada en el ya citado refugio de los artistas montparnos, La Rotonde, escribe Ramón: “Modigliani, borracho y con su amigo de rubios tortillons [moños], armaba un escándalo feroz, y Ortiz de Zárate, con su cara de monstruo, le escudaba cercano. Picasso, bajo su sombrero hongo, procuraba tener tranquilidad y sonreía en las discusiones; ya se veía que iba allí en última temporada para no ser llamado ingrato”.
La desdicha unida a la pobreza (y al alcohol y las drogas) minaron la resistencia de Modi, perjudicando a la vez, por el desorden frenético de su originalísima personalidad artística, el aprecio de sus contemporáneos. Los malditos suelen gustar pasado un tiempo prudencial, que incluye su muerte. Para entonces ya no vomitan, borrachos perdidos, en los vernissages de las galerías, ni replican con insolencia al que no llega tan lejos. Lo curioso, sin embargo, es la calidad circunspecta, incluso apagada, de su pintura, que, surgiendo seguramente de la tormenta, nunca la deja atronar en el lienzo. Su forma de dibujar, dijo Cocteau, era “una conversación silenciosa”. Pocos pintores del siglo XX fueron tan conspicuos en su estilo y tan impermeables al aire de los tiempos (y las modas). Los personajes del mundo Modigliani se parecen, como si el artista se apropiase del alma de los retratados, dándoles a todos la semblanza de su propia y enfermiza melancolía.
No eligió ningún ismo al que ir a acogerse, en el tiempo del cubismo, el futurismo, el expresionismo. Esa suprema arrogancia es la mayor riqueza legada por su extraordinaria obra, aunque no haya impedido las acusaciones de artista retrógrado y la condescendencia conmiserativa a la que también se sumó Gómez de la Serna: “El pobre Modigliani, que se tiró por un balcón y detrás de él su amada, matándose los dos sobre las losas funerarias de la acera”.
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