miércoles, 18 de junio de 2008
La Torre de Pisa se ha salvado.
De un reportaje de Richard Heuze para Le Figaro de Paris.
Después de casi tres lustros de luchar contra la fatalidad, utilizando las técnicas reconstructivas más modernas y después de haber gastado la también monumental cifra de 27 millones de Euros, hoy, los responsables de los trabajos de restauración y salvamento de este famoso monumento pre-renacentista (construido entre los siglos XII y XIII) que pertenece a la cultura universal, puden decir ufanos que la famosa torre ha sido salvada y que su integridad física y estabilidad estructural, están garantizadas para los próximos 300 años.
Es en este mismo verano cuando se espera que al fin, el singular campanario de la Catedral de Pisa, quede liberado de las super-estructuras que le fueron adosadas para evitar que continuara su ya insostenible inclinación y que lo amenazaba hace quince años con el colapso total, lo que hubiera sido una tragedia verdaderamente monumental.
Durante los trabajos de salvamento ha quedado al descubierto que la torre fue construida sobre una Villa Patricia del siglo III, que a su vez había sido erigida sobre una necrópolis romana que cubrió en su época a un cementerio etrusco. De manera que es posible decir que esta pieza arquitectónica ejemplar y el sitio que la alberga, tienen una larga, larga, larga historia que contar.
viernes, 13 de junio de 2008
Leonora Carrington en el París del que un día huyó.
sábado, 7 de junio de 2008
Alejandría. Por las Tierras de Alá.
Al acostarme, oí el zumbido agudo de mosquitos y me puse el repelente que compré en Túnez. Pero al cabo de un par de horas, de nuevo se abalanzó sobre mí el odioso fiiiiiii, fiiiiiiii, fiiiiiii que te taladra el cerebro más que las picaduras la piel. Me tapé con el cojín, intenté aislarme, pensar en cosas agradables para conseguir conciliar el sueño. Pero no había nada que hacer. Cansado, llamé a recepción y al momento apareció mi salvador, armado con un enorme bote de insecticida. Roció techo, paredes, cama y el suelo y los malditos insectos se fueron, ellos también, a dormir.Entre una cosa y otra, sólo he dormido cuatro horas.
Quien sigue en sus dulces sueños es el camarero de la cafetería, sentado en una silla ante un televisor encendido, con la cabeza apoyada sobre la mesa. Me sabe mal, pero debo despertarle. Y si reacciona mal? Todavía no tengo una idea formada de cómo es la gente del país. La imagen que tengo de ella está cargada de tópicos y condicionada por películas en las que el egipcio era siempre el callado y obediente servidor de arrogantes colonos o militares ingleses. En la ficción, vestían túnica y el color de su piel era más oscuro que el real, seguramente a causa del betún. El colonizado soportaba humillaciones y maltratos, cuando se producían revueltas contra los imperialistas daba la espalda a los suyos y se mantenía fiel a sus señores. Hasta que llegaba el día en que, cansado de tanta tiranía, acuchillaba al sir al que servía de forma traicionera, a sangre fría y por la espalda.Por suerte, mi camarero se lo toma a bien: me sirve el desayuno e incluso me pide sellos de España.
A las siete y media abandono la ciudad dormida. Hoy es viernes, día festivo en Egipto, tanto para los musulmanes como para los también numerosos cristianos. Son varios millones, cuatro según el gobierno, siete según ellos mismos. Pertenecen a la iglesia copta, y llegaron al Nilo huyendo de los romanos. En la ciudad tienen un templo muy céntrico, bastante grande, con un campanario rematado por una cruz y textos en la fachada escritos en árabe y griego.
Si todo va bien, hoy llegaré a Alejandría. Una autopista conduce hasta la mítica ciudad que los árabes llaman El Iskandariya por un paisaje monótono, sin la abundante vegetación de ayer, sin pueblos interesantes, canales ni acequias. Junto a la carretera sólo se ven campos de algodón o de arroz, algunos frutales y una vía de tren por la que cada hora circula un veloz convoy pintado de rojo, blanco y negro, los colores de la bandera egipcia.
Pedaleo por una ancha línea de asfalto, esquivando las cajas de guayabas que los vendedores tienen esparcidas por el suelo. Cruzo una sola vez el brazo izquierdo del Nilo, y ni siquiera puedo sacar una foto porque controles militares vigilan los dos extremos del puente.Pero avanzo deprisa, casi setenta kilómetros en tres horas.Me detengo en Damanhur, donde ya se percibe la cercania del mar. Aquí se come pescado fresco, no salado como en Tanta. Y si allí vendían turrones, el dulce del desierto, en esta pequeña ciudad encuentro ricos hojaldres.
Cansado de autopista, tomo un desvío en busca de la carretera antigua. Allí, bajo un árbol, hay un hombre.-Disculpe, señor: ¿El Iskandariya?Señala que tengo que volver a la autopista, y yo que no, que quiero ir por carretera, que estoy ya harto de autopista –le explico con gestos.El hombre menea la cabeza. Yo insisto, pero él vuelve a señalar la autopista.
En apenas unos minutos, me veo rodeado por una veintena de personas aparecidas de debajo de las piedras. Mi pregunta se transmite a los que se acaban de incorporar, y todo el mundo coincide en que dé media vuelta, porque por allí no voy a ningún lado.Hasta que un hombre entiende mi intención. Tengo que seguir recto un par de kilómetros y torcer a la izquierda. ¡Chukrán!, me despido.A los diez minutos vuelvo a estar en el mismo berenjenal, parado en el centro de un pueblecito llamado Abu Hummus. Ante mí tengo un camino lleno de socavones en el que quizá algún día hubo asfalto.
Mi presencia concita la atención de niños y de los pocos hombres que no han acudido a la llamada del almuédano. También están los dueños de un par de carros de colores y sus caballos, guarnecidos con cascabeles, y de unas preciosas calesas negras que esperan la llegada de clientes.El veredicto es casi unánime: tengo que volver por donde he venido. Sólo alguno acepta que por aquí también podría llegar, pero con tan poco convencimiento, que opto por retroceder.Centenares de hombres abandonan la mezquita que hay a la salida del pueblo. Se nota que ha finalizado el sermón, porque los automovilistas que se habían detenido reanudan la marcha. Por el campo, numerosas mujeres caminan arrastrando tras de si a hijos y nietos, con unas grandes ollas de latón sobre la cabeza. Se dirigen a casa de los padres o de los suegros, para compartir día tan señalado como hoy con sus familias.
A las dos de la tarde, me regalo un refrigerio en un local cubierto por telas azules con ornamentaciones florales rojas, verdes y naranjas. Cuando veo que me sirven el doble de lo que he pedido, inclusive un platazo de arroz del que podrían comer cuatro, ya veo que a la hora de la cuenta habrá problemas.
Y los hay, porque me piden veinticinco libras, el doble de lo habitual.La discusión que sigue a la presentación de la cuenta es de lo más previsible: les pido que me detallen los números, cuando los dos chicos lo hacen les digo que me cobran el zumo de guayaba al triple del precio normal, ellos replican que en El Cairo los turistas pagan mucho más y acaban por rebajarme dos misérrimas libras.
Me siento robado, pero me molesta que esto suceda en sitios donde apenas ha llegado el turismo, descubrir lo rápido que se pegan vicios universales como la Pesca de la Cartera del Turista Desprevenido. Porque se comienza por pedir el doble y, si cuela, al siguiente se le pide el triple.En el fondo me siento mal conmigo mismo. Viajas con el propósito de no modificar ni influir en las gentes, pero acabas descubriendo que todos tus intentos por no dejar huella son en vano.
Así son las cosas y así hay que aceptarlas. Mejor quedarse con las situaciones divertidas. Aquí van unos datos que después de rodar bastantes horas por carreteras egipcias he podido confirmar: en un camión pequeño caben cinco búfalos colocados de través y todos mirando hacia el mismo lado, por si los pedos; en una furgoneta Chevrolet tipo pick up pueden cargarse dos de estos animales o bien cuatro terneros. En cuanto a sacos de algodón o de arroz, hay capacidad suficiente para treinta, cuarenta o cincuenta, tantos como el conductor sea capaz de sujetar con una cuerda sin peligro de perderlos por el camino. Algo que a veces sucede. Hace unas horas he visto un vehículo que había embestido el remolque que un camión había dejado olvidado en medio de la calzada.
El horizonte se llena de rascacielos, señal inequívoca de que nuestro esfuerzo va a recibir su justo premio.Alejandría es uno de esos destinos míticos que, por si solos, justifican un viaje. En el malecón, sentado frente al mar, enciendo un excelente cigarrillo Cleopatra mientras un vientecillo de mar, suave y húmedo, impulsa a los veleros que participan en una regata en el puerto oriental. A mi espalda, las fachadas de viejos edificios cubiertos de salitre rememoran tiempos mejores enfrentados al mismo mar que en el pasado les trajo opulencia.
Alejandría: ha costado mucho llegar hasta aquí, y ahora que he llegado, estoy convencido de que no me decepcionará. Nada borrará mi felicidad de estar aquí ahora. Ya sé que el faro y la biblioteca, que guiaron a navegantes y hombres de letras, dejaron de existir hace siglos. Y casi lo celebro, porque, de lo contrario, habrían edificado entorno a ellos decorados de cartón piedra y locales de comidas rápidas. Sin atractivos de primera magnitud que ofrecer, la ciudad se nos mostrará real y auténtica, con todas las arrugas y marcas que el tiempo ha sembrado en su piel.Queda poco de la urbe fundada por Alejandro Magno, de los palacios donde unos enamorados Cleopatra y Marco Antonio vivieron su historia de amor, del puerto en el que desembarcó Napoleón Bonaparte o de la prosperidad comercial que crearon árabes, griegos, italianos, judíos y gentes venidas de todos los confines mediterráneos.
Los primeros alejandrinos a los que conozco son la niña a la que fotografío, subida al muro de piedra que da al puerto, y a su padre. Mohamed es profesor de arte y me recomienda hoteles, sitios que debería ver, y me muestra el castillo de Qaitbey: "Allí a la izquierda, ese edificio blanco que está al final del istmo que cierra el puerto. Allí estaba el faro".
A Mohamed le encanta su ciudad y no tiene ni una palabra positiva para El Cairo, demasiado grande, demasiado sucia. Le comento que, en una primera impresión, Alejandría me recuerda a Europa, por sus edificios, por los nombres de sus calles, escritos en inglés además de en árabe, por establecimientos como el Cafe Rialto, Chaussures Edouard o Venezia Clothes, por la cantidad de comercios griegos y por las delegaciones francesas o británicas que se conservan.De su escéptica mirada, deduzco que le gustaría, pero que la realidad es otra.La realidad la encuentro en el Hotel New Capri, en la séptima planta de un edificio situado en la céntrica plaza Saad Zaghloul. El chico de recepción me trata con displicencia. En un momento determinado entiendo que dice que le siga y, sin quererlo, me cuelo en la vivienda familiar. Ante mí está la madre, que me mira con curiosidad, con los ojos abiertos, de forma franca y directa, sin desviar la mirada. Pero justo en el momento en el que va a decirme algo, el hijo la interrumpe de forma brusca y la mujer se retira a una habitación.
Ya de noche, bajo a dar un paseo por el centro, y mi idea de lo que es una ciudad bulliciosa empequeñece por lo que encuentro. Las calles han sido tomadas por millares de personas que deambulan aceleradas por aceras casi impracticables y por el centro de las calzadas, por ciclistas y conductores de carros que se precipitan contra las multitudes, por automovilistas que circulan con las luces apagadas y haciendo sonar sus bocinas, invadiendo los cruces sin levantar el pie del acelerador con una confianza ciega en que la muchedumbre ya se apartará.Parece como si los tres millones y medio de alejandrinos se hubieran puesto de acuerdo para salir de casa todos a la vez. Las tiendas están abarrotadas, incluso las más selectas, esas que venden relojes Swatch o ropa Armani. Familias enteras, con las manos ocupadas por chiquillos que se quieren escapar y por grandes bolsas, caminan a su aire, sin orden, tropezando unas con otras.
Y yo estoy agotado. Después de pedalear ciento treinta y siete kilómetros, no estoy preparado para tal histeria colectiva. Busco un sitio donde cenar, y, agobiado, acabo en un Kentucky Fried Chiken, donde, a precio de oro para los estándares egipcios, me sirven una ración mínima. Eso no parece importarle al chico que calza unas impólutas zapatillas Nike ni a la madre rubia que da de comer a sus retoños. Ellos son felices en este submundo. Pero yo no; tengo más hambre.Devoro un shawarma en plena calle y unos dulces en una pastelería donde no parecen muy conformes con que quiera sentarme. Y al terminar vuelvo rápido al New Capri.Desde la cama, ya con la luz apagada, la cacofonía del tráfico es todavía audible, pero cada vez más lejana.
Gabriel Pernau, La Vanguardia, 04.06.08
http://www.lavanguardia.es/novela/tierrasdeala.html
miércoles, 4 de junio de 2008
Crónicas Marcianas. Desechando lo desechable.
Presento esto en lo que es una reiteración de disculpa por el triple error cometido: dar un falso autor, un texto equívoco y un título también chueco. Lo tomé de una fuente para mi conocida, escrupulosa y confiable que también quedó sorprendida. Ni hablar, al mejor cazador se le va la liebre. Así de tramposa es la red.
En los últimos días, en oportunidad de estar en Europa presentando nuestro último libro comenzamos a recibir decenas de correos electrónicos.En todos ellos se nos advertía que un texto nuestro circulaba por Internet con la firma de Eduardo Galeano.Al llegar a Uruguay los correos se multiplicaron y en todos ellos se nos consultaba al respecto.Utilizamos los buscadores de internet y nos enteramos que nuestra crónica titulada “Desechando lo desechable” escrita en mayo del 2006 e incluida en esta misma página estaba circulando con otro título y efectivamente llevaba la firma de Galeano.
Encontramos el texto en páginas de Italia, Chile, Cuba, Argentina, México, Australia, España y en foros, páginas, diarios y semanarios de una enorme cantidad de ciudades del mundo con el título de “Porque todavía no me compre un DVD”.En otras páginas llevaba el título “Para los de más de 40” y en otras “Ahora todo se tira”.En todos los casos al pie figuraba la firma de Eduardo Galeano. En el día de hoy comenzó a circular un desmentido confirmando que el texto no pertenece al reconocido escritor compatriota.
Hemos escrito a Eduardo Galeano solicitando las disculpas del caso (a pesar de no tener responsabilidad en lo sucedido) y reafirmando nuestra admiración a su obra que descansa –muy poco- en los estantes de nuestra biblioteca.
A continuación publicamos el texto original, sin las modificaciones que se le han hecho en los últimos meses y con la firma correspondiente. Lamentamos la situación producida y el perjuicio que pueda haber sufrido nuestro estimado Eduardo Galeano a quien leemos y admiramos desde Marcha y desde “Las venas abiertas de America Latina”.
DESECHANDO LO DESECHABLE
Por: Marciano Durán.
Seguro que el destino se ha confabulado para complicarme la vida.
No consigo acomodar el cuerpo a los nuevos tiempos.
O por decirlo mejor: no consigo acomodar el cuerpo al “use y tire” ni al “compre y compre” ni al “desechable”.
Ya sé, tendría que ir a terapia o pedirle a algún siquiatra que me medicara.
Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.
No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los gurises.
Los colgábamos en la cuerda junto a los chiripás; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.
Y ellos… nuestros nenes… apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales).
¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables!
Sí, ya sé… a nuestra generación siempre le costó tirar.
¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables!
Y así anduvimos por las calles uruguayas guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores. Y nuestras hermanas y novias se las arreglaban como podían con algodones para enfrentar mes a mes su fertilidad.
¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor.
Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra.
Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto.
Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades.
¡Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez! ¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plast de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de alpaca en el cajón de los cubiertos!
Es que vengo de un tiempo en que las cosas se compraban para toda la vida.
¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después!
La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas y escupideras de loza.
Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces.
¡Nos están jodiendo!
¡¡Yo los descubrí… lo hacen adrede!!
Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo.
Nada se repara.
¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike?
¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommier casa por casa?
¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?
¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?
Todo se tira, todo se deshecha y mientras tanto producimos más y más basura.
El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad.
El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!
¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de 50 años!
Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII)
No existía el plástico ni el nylon.
La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en San Juan.
Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban.
De por ahí vengo yo.
Y no es que haya sido mejor.
Es que no es fácil para un pobre tipo al que educaron en el “guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo” pasarse al “compre y tire que ya se viene el modelo nuevo”.
Mi cabeza no resiste tanto.
Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que además cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real.
Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya sí era un nombre como para cambiarlo)
Me educaron para guardar todo.
¡Toooodo!
Lo que servía y lo que no.
Porque algún día las cosas podían volver a servir.
Le dábamos crédito a todo.
Sí… ya sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no.
Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas de jardinera… y no sé cómo no guardamos la primera caquita.
¡¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo?!
¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con que se consiguieron?
En casa teníamos un mueble con cuatro cajones.
El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto.
Y guardábamos.
¡¡Cómo guardábamos!!
¡¡Tooooodo lo guardábamos!!
¡Guardábamos las chapitas de los refrescos!
¡¿Cómo para qué?!
Hacíamos limpia calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares.
Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela.
¡Tooodo guardábamos!
Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus.
Y las cosas que nunca usaríamos.
Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón.
Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar.
Cañitos de plástico sin la tinta, cañitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón.
Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor. Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraran al terminar su ciclo, los uruguayos inventábamos la recarga de los encendedores descartables.
Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de paté o del corned beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave.
¡Y las pilas!
Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa.
Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más.
No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.
Las cosas no eran desechables… eran guardables.
¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al cuadril!
Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque del Banco de Seguros para hacer cuadros, y los cuentagotas de los remedios por si algún remedio no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos.
Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posamates, y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de cartas se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía “éste es un 4 de bastos”.
Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal.
Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo.
Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos.
Así como hoy las nuevas generaciones deciden “matarlos” apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada… ni a Walt Disney.
Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron “Tómese el helado y después tire la copita”, nosotros dijimos que sí, pero… ¡minga que la íbamos a tirar! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas.
Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos.
Las primeras botellas de plástico -las de suero y las de Agua Jane- se transformaron en adornos de dudosa belleza.
Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de bollones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.
Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos.
No lo voy a hacer.
Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable.
Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas.
Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero.
No lo voy a hacer.
No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne.
No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.
Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares.
De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva.
Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo que la bruja me gane de mano … y sea yo el entregado.
Y yo…no me entrego.
(Un libro de Marciano Durán)
domingo, 1 de junio de 2008
Dos historias: Historia de un letrero....Historia de un cortometraje ganador en Cannes.
Resulta que el corto metraje ganador del Short Film de Cannes de este año, filmado y dirigido por un mexicano, Alonso Alvarez Barreda, tiene el mismo argumento que otro filmado por un director español un año antes, en 2006. Ahora acusan de plagio, pero no formalmente sino en el chismorreo periodístico, al director mexicano y su premio está en entredicho. La cosa, sin embargo, desde el ángulo cinematográfico, no es tanto de quién es el argumento -de autor anónimo finalmente-, sino si el corto es merecedor del premio...Aquí (a continuación) está la nota alusiva de El País, el video del cortometraje premiado (arriba) y el vínculo para ver el del español (al final).
"El cineasta español Francisco Cuenca no quiere entrar en polémica y quita importancia al hecho de que el corto ganador del certamen Short Film Corner del festival de Cannes de este año, el mexicano Historia de un letrero, cuente la misma historia que uno que filmó Cuenca en 2006: Una limosna, por favor, según publica el diario mexicano El Universal.
La cinta mexicana, de Alonso Álvarez Barreda y grabada en 2007 cuenta la historia de un hombre vagabundo ciego que pide limosna con poco éxito en un parque. Sostiene un letrero en el que pone "Ten compasión, soy ciego". Un viandante altera el mensaje del letrero y escribe: "Hoy es un hermoso día y no puedo verlo". El mendigo logra así más limosnas
Un año antes, en 2006, el español Francisco Cuenca grabó la historia con exactamente el mismo argumento. "Pienso que él pudo haber tenido la misma iniciativa que yo, haberse documentado y haber leído la historia que circula en la red y que es anónimo", declara Cuenca al diario El Universal. Su cortometraje participó en el festival de cortos Festival NoTodo Film Fest.
Por su parte Álvarez asegura que no renunciará a su premio (un ordenador portátil y una cámara profesional: "Yo relaté siempre la historia, antes de filmarla, a mis amigos, a mis primos, a mis tíos, a mucha gente que estuvo involucrada, y ninguno de ellos, ni muchas otras personas me hablaron de que conocían la historia o la hubieran visto en Internet", declaró al noticiario de televisión Primero noticias, según cita el diario Milenio."
Aquí se puede ver el video español Una limosna, por favor