lunes, 5 de septiembre de 2016
La estupidez y la traición
La estupidez y la traición
Por: Jesús Silva Herzog Márquez.
(publicado en el periódico Reforma el 5 de septiembre de 2016)
La historia del poder en México está plagada de abusos y excesos, de trampas y de crímenes, de costosísimas obsesiones y de apuestas absurdas. Podemos hacer un abultado catálogo de frivolidades y de cegueras, de arbitrariedades y fatídicas negligencias. No es difícil encontrar ejemplos del atropello, del engaño, de la ineptitud, de la perversidad, incluso. Pero no creo que pueda encontrarse, en la larga historia de la política mexicana, una decisión más estúpida que la invitación que el presidente Peña Nieto hizo a Donald Trump la semana pasada. A cada cosa, su nombre. Esto fue, y no merece otro calificativo, una estupidez gigantesca. La palabra no es insulto, es identificación de los efectos de un acto. En un ensayo memorable, Carlo M. Cipolla capturó la esencia de esa torpeza. El estúpido no es un tonto, no es un ignorante, decía. Lo que caracteriza a un estúpido es su capacidad para causar daño a otros, provocándoselo simultáneamente a sí mismo. Ser estúpido es dañar a otros sin ganar con ello ningún beneficio. Por eso aseguraba el economista italiano que era mucho más nocivo un estúpido que un malvado. El malvado, a fin de cuentas, saca algún beneficio. El estúpido, en cambio, solo multiplica el daño a su paso.
En la decisión no hay asomo de estrategia. Es imposible imaginar en la invitación al candidato republicano una razonable previsión de beneficio. ¿Alguien se atrevería a decir todavía que la ocurrencia fue un gesto diplomático audaz? En todo el mundo se preguntan: ¿en qué diablos estaba pensando el presidente mexicano al prestarle al peor enemigo de su país la casa presidencial para beneficio de su campaña? Nadie ha encontrado respuesta. Lo que es fácil registrar es la cantidad de efectos perniciosos que ha provocado la visita del demagogo. El Presidente agredió al país. Excusó el racismo de Trump sugiriendo en la conferencia de prensa que su discurso había sido, en realidad, un malentendido y que confiaba en que querría una buena relación con México. Nos hemos sentido ofendidos, dijo, como si el problema fuera nuestra sensibilidad y no la agresión constante de quien tenía en frente. El Presidente ofendió particularmente a los mexicanos que viven en los Estados Unidos y que no solamente escuchan la violencia verbal de Trump, sino que encaran el odio que su campaña ha levantado en su contra. Desalentó a las organizaciones de defensa de los migrantes que vieron, desconsolados, al pendenciero bienvenido por el presidente de México. Al atrabiliario al que ningún líder internacional ha reconocido como digno de diálogo, le permitió aparecer como un hombre de empaque que negocia ya en el plano internacional. Dañó, irreversiblemente, la relación del presidente de México con la candidata puntera de los Estados Unidos. Exhibió a su gobierno como un bulto en caída libre.
No vale la excusa de la inocencia. La estupidez del gesto presidencial no fue una ingenuidad, fue una traición; no fue una muestra de candor sino deslealtad. No suelto esas palabras con ligereza. Entiendo la severidad del cargo y la facilidad con la que el epíteto se lanza. Hablar de la traición presidencial es cosa seria. Me parece, con todo, que el calificativo es justo porque el presidente mexicano terminó siendo un ridículo instrumento al servicio de nuestro más detestable enemigo. La mayor amenaza que México ha tenido en décadas, encontró en Enrique Peña Nieto, a un útil promotor. Si Donald Trump llega a ganar la Presidencia, los historiadores recordarán el 31 de agosto del 2016 como la fecha en que relanzó, desde Los Pinos, su campaña. Vale hablar de traición porque el Presidente ofreció los símbolos del Estado mexicano al narcisista que ha fundado su carrera política en el odio al vecino. Porque calló cuando tenía que hablar, porque se sometió a los caprichos del insolente. Porque su indignidad ante el patán deshonró al país al que representa. Debe hablarse de deslealtad porque Enrique Peña Nieto sometió a la Presidencia mexicana a la humillación.
La intensidad del rechazo que generó el bochornoso encuentro no obedece a otra razón: el país se siente traicionado por su Presidente. Esto ya no es simplemente inconformidad frente a una política, no es un desacuerdo con el gobernante; es desprecio e ira. El presidente mexicano, a dos años de su relevo: entre la burla y el odio.
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